Callado
te sentaste al piano. Y sin mirarme siquiera comenzaste a tocar. Yo de
pie, en silencio, fingía que todo lo que salía de tus dedos no era
extraordinario y tú disimulabas haciendo que no sabías que mentía. Y
dejando esbozar una sonrisa, sin prisa, seguías al piano, acelerando la
música, tan callado, tan orgulloso, tan seguro, tan altivo, tan
magnífico. Y sin darme cuenta estabas haciéndome el
amor con cada nota que salía del piano, con cada compás de tu canción,
con cada bemol, con cada sostenido. Y te reías porque sabías que te
pertenecía, que tenía adicción a tu melodía. Era tan perfecto el
momento, tan perfecta la música, que sólo tenía ganas de quedarme mil
años allí, en esa habitación, sin parar de escucharte, aguantándome las
ganas de pararte. Pero tú ya sabías que te quería, y yo fingía y fingía.
De repente aceleraste aún más el ritmo y te reías, a carcajadas, tan
loco, tan desvergonzado, tan engreído, tan presumido, tan seguro de ti
mismo. Callado, sentado al piano dejaste de tocar. La ausencia de la
música me devolvió a la realidad. Mi mundo era otra vez gris, simple,
cruel, ordinario. Sin embargo algo había cambiado. Te levantaste y de
pie, en silencio, me miraste como nunca. Y yo ya no pude fingir que te
quería y tú ya no fingías que no lo sabía.